Visitas

domingo, 6 de noviembre de 2011

Deslumbrados por los neones

Es el fiel soldado del capitalismo, en su vertiente más lúdica y consumista. No requiere una tecnología compleja, pero nunca veías neón en los países del socialismo real: era seña de identidad del enemigo. Sus colores artificiales, sus formas redondeadas, proclaman placeres fáciles de satisfacer: comida, bebida, baile, juego, compañía. Sugieren el esplendor democrático de Estados Unidos y encuentran su apoteosis en medio del desierto de Mojave, en el cegador oasis de Las Vegas.


 "Las Vegas es la única ciudad del mundo cuyo perfil no está hecho de edificios, como Nueva York, o de árboles, como Wilbraham (Massachusetts). A una milla de distancia, viniendo por la Ruta 91, uno mira a Las Vegas y no ve edificios o árboles, solo rótulos. ¡Pero qué rótulos! Se imponen".


Ocurre que Las Vegas es un paraíso en perpetua transformación, que renueva constantemente esos rótulos o que eleva nuevos edificios subordinados a la arquitectura de la luz. La YESCO se toma el trabajo de almacenar las obras dadas de baja, una vez desmontadas. Se conservan en lo que llaman El Osario, base del proyecto Neon Museum, que busca "coleccionar, preservar, estudiar y exhibir letreros de neón". Se trata de un museo desdichadamente pobre, dado que se necesitarían grandes inversiones para reparar por ejemplo la lámpara de Aladino (del Aladdin Casino).


En Los Ángeles existe otro Museum of Neon Art, conocido burlonamente como MONA, ahora cerrado, a la espera de instalarse en un edificio ad hoc en el cercano suburbio de Glendale. Los entusiastas del MONA todavía organizan viajes en autobuses abiertos que, partiendo de Chinatown, visitan algunos de los neones más memorables de la zona. Y abundan. En una de las novelas de Philip Marlowe lo decía Raymond Chandler: "Antes de llegar a Los Ángeles pude oler la ciudad. Era un olor viejo y viciado, como el de una sala de estar cerrada durante demasiado tiempo. Pero las luces de colores te engañaban. Las luces eran maravillosas".


Fuera de Estados Unidos, los neones equivalían a modernidad triunfante, cuando no sugerían vicio. Proliferaban en el Pigalle parisiense, el Soho londinense, la calle de Reeperbhan de Hamburgo, De Wallen en Amsterdam. Y remarcaban el carácter mercantil de Tokio y Osaka, hasta que la reciente crisis energética obligó a reducir el consumo. En España, los neones no se implantaron hasta mediados de los años cuarenta. Y estaban sometidos a las miserias de la autarquía franquista: era obligatorio recurrir a la producción nacional para conseguir esos tubos de vidrio que contenían gases de neón y argón, y, según la leyenda, se rompían con demasiada facilidad. Fueron diseñadores como Joan Roura y Manuel Tabuyo los que cambiaron el aspecto de nuestras metrópolis. De los rótulos funcionales para bares, farmacias y discotecas se saltó a los grandes luminosos, a veces con la ilusión del movimiento: botellas que rebosaban burbujas, vasos que se llenaban y se vaciaban. Todo bajo la vigilancia atenta del franquismo, siempre presto a la censura. En la plaza madrileña de Callao, una tienda de música se intentó publicitar con el neón de una jacarandosa bailarina cuyo vestido subía con sus movimientos. Se prohibió.



Se puede imaginar un futuro cercano donde se encierre al neón en las iglesias del arte mientras es desterrado de las calles. Las autoridades municipales no se atreven con la contaminación atmosférica, que requiere decisiones políticamente costosas. Sin embargo, las ordenanzas contienen suficiente munición para asfixiar al neón. Basta con invocar la contaminación lumínica, la sobre saturación publicitaria o el sacrosanto ahorro energético.
Parece que nuestros ediles prefieren que las plazas céntricas se parezcan al Time Square neoyorquino, con despliegue de pantallas led que nos transportan a la teta universal de la televisión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario